Tengo la creencia de que cuando mamá resolvió quitarse el luto de casi dos años que llevaba por la muerte de papá -ocurrida en la Navidad de 1967-, tomó la determinación de recorrer parte del paÃs con sus dos hijos más pequeños, Idalia y yo. Lo hizo más o menos por los siguientes 15 años, hasta cuando las circunstancias lo permitieron. En 1983, perdió el último carro que tuvo en un incendio cuyo responsable fue el mecánico que lo estaba arreglando. Se trataba de un cómodo Aspen verde. Pero esa es otra historia.
Fue en octubre de 1975, en la vÃspera de mi onceavo aniversario, cuando mamá hizo las maletas, encendió el suiche de la ranchera Hillman, y junto a mi tÃa Carmen y el primo Luis nos fuimos a la ciudad de Puerto La Cruz a pasar el fin de semana. En ese entonces yo no lo tenÃa muy claro, pero Puerto La Cruz era un destino turÃstico importante por sus playas, su vida nocturna y comercial, y por ser el punto de partida para llegar a la Isla de Margarita vÃa ferry.
Partimos de madrugada, pues nos esperaba un recorrido de 325 kilómetros. En esa época no existÃa la autopista de Oriente, asà que las seis horas de Caracas a Puerto La Cruz, me parecieron eternas. Guardo especial admiración por mamá, porque además de su poca experiencia al volante, fue la única que condujo durante todo el trayecto.
Cuando llegamos a Puerto La Cruz emprendimos la tarea de buscar alojamiento. Por alguna razón que no recuerdo, se hizo difÃcil hallar posada; el caso es que luego de muchas vueltas finalmente dimos con un hotel que nos recomendó un citadino. No está demás decir que el calor era insoportable. Llegamos al lugar, y luego de una conversación entre nuestras progenitoras y el dueño, éste nos permitió alojarnos en su hotel que todavÃa no se habÃa inaugurado. Alquilamos dos habitaciones, una para mamá y mi tÃa y la otra para nosotros tres.
Se trataba de una casa tipo colonial que habÃa sido remodelada para convertirla en un hospedaje. Aún olÃa a pintura de esmalte cuando ingresamos al recinto. Al pasar la recepción se accedÃa a un patio interno lleno de matas. Allà se encontraban los baños y al lado derecho estaban ubicadas las habitaciones. A cada una le correspondÃa una ventana que daba al patio. Todas tenÃan una tela metálica, contraventanas de madera y cerrojo. En la parte superior de las ventanas habÃa unos ventanucos rectangulares cubiertos también con malla metálica. Las habitaciones no tenÃan aire acondicionado, ni televisor, sólo un ventilador de techo, la cama y una mesa redonda de madera con sus sillas. No pierdan detalle de la descripción anterior, pues será importante tenerla en cuenta para una mejor comprensión del evento que siguió más adelante.
Luego de dejar el equipaje fuimos en búsqueda del padrino de Luis, a quien llamaban el Turco Campos. TenÃa un Chevrolet Malibú último modelo, coupe y con techo de vinyl. Luis y yo babeábamos frente a semejante carro. Recuerdo que visitamos las ruinas del Fuerte de Barcelona, y luego fuimos a un rÃo. Asà se nos fue el dÃa.
A la mañana siguiente, domingo 26, ya era mi cumpleaños, y nos llevaron a la playa de LecherÃas. Ha sido la única vez que he estado en esa playa. Recuerdo que estando dentro del mar y con el sol a punto de ponerse, mi tÃa Carmen me preguntó: ¿Qué te hubiese gustado de regalo de cumpleaños, Ismael?, ¿una fiesta en Caracas, un regalo o estar aquà en la playa? Yo le respondà que la tercera opción. Luego nos fuimos al hotel a sacarnos la sal, cómo se dice, y nuestras madres salieron a comprar un pollo en brasas para cenar. Más tarde se fueron a tomar algo con los anfitriones, y nosotros tres, de nuestra cuenta, cenamos y nos acostamos a dormir.
Cuando mamá y mi tÃa Carmen regresaron al hotel, tocaron en nuestra habitación pero no obtuvieron respuesta. No podÃan entrar debido a que nosotros, a modo de precaución, habÃamos pasado el cerrojo de la puerta. Nos cuentan que nos llamaron insistentemente, mientras los tres dormÃamos felices en brazos de Morfeo. Ante la imposibilidad de tener acceso a la habitación y constatar que estuviésemos bien, a mi tÃa Carmen se le ocurrió una idea un poco primitiva pero infalible, recurrir al agua. Ya le habÃa echado ojo a la manguera que estaba tirada en el suelo y que seguramente usaban para regar las matas. También se habÃa percatado de que la puerta de la habitación tenÃa una ventanita abierta en la parte superior, asà que en su cabeza el mandado estaba hecho. Convencer al señor no fue tarea fácil, pues la estrategia la consideró, cuando menos, un disparate. Pero si algo tenÃan nuestras viejas era poder de persuasión, lo cual sumado a la urgencia de unas madres por constatar el bienestar de sus hijos, la negativa del hombre se redujo a cero. No le quedó otra opción que buscar la manguera, y asà fue que ésta emprendió su inédito destino, se elevó cual serpiente encantada sobre la puerta con la misión de emparamar a unos niños y despertarlos. ¡Y vaya que lo logró!
La verdad es que el primer recuerdo que me llega de esa noche, es de los tres despertando en medio de gritos, confundidos por escuchar nuestros nombres en alto, y sin entender porqué estábamos emparamados. No sabÃamos la hora, no comprendÃamos lo que pasaba. Ni mi hermana Idalia, ni Luis ni yo recordamos qué pasó después. Una imagen vaga me llega del piso mojado. Luis dice que le reclamó a mi tÃa la iniciativa de echarnos agua. Quizá vino luego la decisión de cambiarnos de habitación, la necesidad de ponernos otra ropa para dormir, no sin antes habernos increpado por el acto de encerrarnos.
Con el paso de los años la anécdota siempre la recordamos entre risas. Nuestras madres fueron aportando datos, detalles del momento, y nosotros sentÃamos regocijo en contar a nuestros amigos y familiares esa experiencia insólita. ApostarÃa a que el dueño del hotel sumó esta historia a su anecdotario personal. ¿No lo creen? Yo creo que sÃ.
Afortunadamente conservamos fotos de ese inolvidable fin de semana en Puerto La Cruz, de mi cumpleaños número 11.