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Un día de octubre de 1975

Actualizado: 18 oct 2020


La felicidad a los 11 años.

Tengo la creencia de que cuando mamá resolvió quitarse el luto de casi dos años que llevaba por la muerte de papá -ocurrida en la Navidad de 1967-, tomó la determinación de recorrer parte del país con sus dos hijos más pequeños, Idalia y yo. Lo hizo más o menos por los siguientes 15 años, hasta cuando las circunstancias lo permitieron. En 1983, perdió el último carro que tuvo en un incendio cuyo responsable fue el mecánico que lo estaba arreglando. Se trataba de un cómodo Aspen verde. Pero esa es otra historia.


Fue en octubre de 1975, en la víspera de mi onceavo aniversario, cuando mamá hizo las maletas, encendió el suiche de la ranchera Hillman, y junto a mi tía Carmen y el primo Luis nos fuimos a la ciudad de Puerto La Cruz a pasar el fin de semana. En ese entonces yo no lo tenía muy claro, pero Puerto La Cruz era un destino turístico importante por sus playas, su vida nocturna y comercial, y por ser el punto de partida para llegar a la Isla de Margarita vía ferry.


Partimos de madrugada, pues nos esperaba un recorrido de 325 kilómetros. En esa época no existía la autopista de Oriente, así que las seis horas de Caracas a Puerto La Cruz, me parecieron eternas. Guardo especial admiración por mamá, porque además de su poca experiencia al volante, fue la única que condujo durante todo el trayecto.


Cuando llegamos a Puerto La Cruz emprendimos la tarea de buscar alojamiento. Por alguna razón que no recuerdo, se hizo difícil hallar posada; el caso es que luego de muchas vueltas finalmente dimos con un hotel que nos recomendó un citadino. No está demás decir que el calor era insoportable. Llegamos al lugar, y luego de una conversación entre nuestras progenitoras y el dueño, éste nos permitió alojarnos en su hotel que todavía no se había inaugurado. Alquilamos dos habitaciones, una para mamá y mi tía y la otra para nosotros tres.


Se trataba de una casa tipo colonial que había sido remodelada para convertirla en un hospedaje. Aún olía a pintura de esmalte cuando ingresamos al recinto. Al pasar la recepción se accedía a un patio interno lleno de matas. Allí se encontraban los baños y al lado derecho estaban ubicadas las habitaciones. A cada una le correspondía una ventana que daba al patio. Todas tenían una tela metálica, contraventanas de madera y cerrojo. En la parte superior de las ventanas había unos ventanucos rectangulares cubiertos también con malla metálica. Las habitaciones no tenían aire acondicionado, ni televisor, sólo un ventilador de techo, la cama y una mesa redonda de madera con sus sillas. No pierdan detalle de la descripción anterior, pues será importante tenerla en cuenta para una mejor comprensión del evento que siguió más adelante.


Luego de dejar el equipaje fuimos en búsqueda del padrino de Luis, a quien llamaban el Turco Campos. Tenía un Chevrolet Malibú último modelo, coupe y con techo de vinyl. Luis y yo babeábamos frente a semejante carro. Recuerdo que visitamos las ruinas del Fuerte de Barcelona, y luego fuimos a un río. Así se nos fue el día.



A la mañana siguiente, domingo 26, ya era mi cumpleaños, y nos llevaron a la playa de Lecherías. Ha sido la única vez que he estado en esa playa. Recuerdo que estando dentro del mar y con el sol a punto de ponerse, mi tía Carmen me preguntó: ¿Qué te hubiese gustado de regalo de cumpleaños, Ismael?, ¿una fiesta en Caracas, un regalo o estar aquí en la playa? Yo le respondí que la tercera opción. Luego nos fuimos al hotel a sacarnos la sal, cómo se dice, y nuestras madres salieron a comprar un pollo en brasas para cenar. Más tarde se fueron a tomar algo con los anfitriones, y nosotros tres, de nuestra cuenta, cenamos y nos acostamos a dormir.


Cuando mamá y mi tía Carmen regresaron al hotel, tocaron en nuestra habitación pero no obtuvieron respuesta. No podían entrar debido a que nosotros, a modo de precaución, habíamos pasado el cerrojo de la puerta. Nos cuentan que nos llamaron insistentemente, mientras los tres dormíamos felices en brazos de Morfeo. Ante la imposibilidad de tener acceso a la habitación y constatar que estuviésemos bien, a mi tía Carmen se le ocurrió una idea un poco primitiva pero infalible, recurrir al agua. Ya le había echado ojo a la manguera que estaba tirada en el suelo y que seguramente usaban para regar las matas. También se había percatado de que la puerta de la habitación tenía una ventanita abierta en la parte superior, así que en su cabeza el mandado estaba hecho. Convencer al señor no fue tarea fácil, pues la estrategia la consideró, cuando menos, un disparate. Pero si algo tenían nuestras viejas era poder de persuasión, lo cual sumado a la urgencia de unas madres por constatar el bienestar de sus hijos, la negativa del hombre se redujo a cero. No le quedó otra opción que buscar la manguera, y así fue que ésta emprendió su inédito destino, se elevó cual serpiente encantada sobre la puerta con la misión de emparamar a unos niños y despertarlos. ¡Y vaya que lo logró!


La verdad es que el primer recuerdo que me llega de esa noche, es de los tres despertando en medio de gritos, confundidos por escuchar nuestros nombres en alto, y sin entender porqué estábamos emparamados. No sabíamos la hora, no comprendíamos lo que pasaba. Ni mi hermana Idalia, ni Luis ni yo recordamos qué pasó después. Una imagen vaga me llega del piso mojado. Luis dice que le reclamó a mi tía la iniciativa de echarnos agua. Quizá vino luego la decisión de cambiarnos de habitación, la necesidad de ponernos otra ropa para dormir, no sin antes habernos increpado por el acto de encerrarnos.


Con el paso de los años la anécdota siempre la recordamos entre risas. Nuestras madres fueron aportando datos, detalles del momento, y nosotros sentíamos regocijo en contar a nuestros amigos y familiares esa experiencia insólita. Apostaría a que el dueño del hotel sumó esta historia a su anecdotario personal. ¿No lo creen? Yo creo que sí.


Afortunadamente conservamos fotos de ese inolvidable fin de semana en Puerto La Cruz, de mi cumpleaños número 11.

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