Hace algunos años asistí a una conferencia de mayordomía cristiana, donde el orador nos contó que el actor Jack Palance tuvo una colección de carros de la exclusiva marca Rolls Royce. En ese momento el dato me llamó mucho la atención, pues si bien ser coleccionista de algún objeto es un hobbie que requiere disponibilidad económica y espacio (además de paciencia y disciplina), coleccionar vehículos es de otro nivel. En el caso de Palance -recordado en los años 80 por conducir el programa de televisión, Aunque usted no lo crea- se trataba de una colección excéntrica y millonaria, y tenemos más que claro que él no tendría problemas de almacenaje.
Y justamente, pensando en eso, hice memoria y recordé que yo también tuve una colección, aunque prefiero decir que almacené durante algún tiempo ejemplares del diario deportivo Meridiano.
La verdad no sé en qué se diferencia, en este contexto, alguien que almacena del que colecciona, el caso es que nunca me sentí un coleccionista. Sin proponérmelo llegué a acumular periódicos por más de dos años, calculo que serían unos 800 ejemplares. Mi "depósito" era la habitación de 3 x 2 metros que compartía con mi hermano Iván, y donde había una litera y un clóset.
Bueno, y es que el hábito de comprar la prensa venía desde mucho tiempo atrás en la familia. Papá leía religiosamente el diario La Esfera, y después de su muerte, mamá fue asidua de El Nacional. Por otra parte, mi mamá estaba suscrita al Círculo de Lectores, editorial que vendía libros a crédito y a domicilio (una especie de Amazon de la época), así que en casa siempre había libros nuevos. Recuerdo que mi mamá compraba especialmente best sellers y grandes títulos de la literatura universal. Entre ellos estaban, Lo que el viento se llevó, Las uvas de la ira, El Padrino, Casa de muñecas, A sangre fría, Cien Años de Soledad, o clásicos como Don Quijote de la Mancha, un libraco de 862 páginas que en casa solamente ella leyó. Entonces, en lo que fue nuestra casa familiar, quedaron muchos libros que con el tiempo mamá fue donando, mientras que otros siguieron un destino incierto, pues se los llevaron "prestados" y no volvieron más.
En su afán de inculcarme la lectura, mamá me empezó a comprar la colección de libros Ariel Juvenil Ilustrada, que Editorial Andes lanzó a comienzos de los 70. Se trataba de unos cuadernillos con adaptaciones de los clásicos de la literatura universal, que llegaban a los kioscos con una periodicidad que no recuerdo y que costaban 1 bolívar. Cada libro traía un cómic de regalo, y como ya pueden imaginar, esa tira cómica era lo único que yo leía, cosa que mi mamá descubrió cuando compró el ejemplar Nº 76. Calculen también lo que vino después, un regaño y la sanción definitiva de no comprar un libro más de la colección (con lo cual sin querer castigó a mi hermana Idalia, quien sí se leyó algunos ejemplares). Faltaban apenas 50 títulos para completar la colección, que llegó hasta el Nº 126, pero no hubo caso, mi mamá fue tajante en su decisión.
Así pues, de alguna u otra manera el invento de Guttenberg siempre estuvo presente en casa, pues mamá también era aficionada a las revistas. Compraba Élite, Momento, Páginas, Cosmopolita, Buenhogar y Burda. Esta ultima era alemana y traía diseños y patrones para confeccionar ropa. En una oportunidad, alguien que no recuerdo exactamente quien fue -quizá mamá o mi hermano Ino-, me sentó en su regazo y con el periódico abierto sobre la mesa, me enseñó cómo se leía la prensa y las secciones en las que estaba dividida.
En 1976, con el inicio de la temporada de beisbol, me estrené en el hábito de comprar periódicos con la adquisición diaria del tabloide Meridiano, cosa que me fue posible hacer con el dinero que me daban diariamente para la merienda. Yo tenía 12 años.
Como vivíamos en planta baja, la ventana del cuarto se convirtió en un centro de lectura. Muchos de mis amigos sabían que el Meridiano del día estaría allí y que con sólo acercarse por la ventana no sólo tenían garantizada la lectura del periódico, sino su participación en la tertulia deportiva que inevitablemente hacía acto de presencia. Algunas ocasiones habrían llegado a reunirse hasta 10 de los muchachos del Bloque 4 y 5, y algunos del 26 y 27 de Casalta. Fútbol, béisbol y boxeo eran los temas principales.
Pero pronto surgió un "problema", el del "manoseo" del periódico y sus irreversibles consecuencias. Porque les cuento, no solo en casa era popular el tabloide a full color editado por el Bloque De Armas, sino también en el transporte en el que iba para la escuela. Claro, el asunto es que en mi afán de compartir, yo me lo llevaba en el bulto y bueno, todos querían leerlo. Algunos preferían los deportes, otros el horóscopo o el comic de Panchita. La sección de farándula y la cartelera de cine también tenía sus adeptos. Mis compañeros de clases añadían otro tanto de deterioro al ya débil papel impreso.
Para solucionar lo que para mí era un problema, decidí comprar diariamente dos ejemplares del mismo día. El primero lo compraba en la mañana cuando íbamos en el transporte rumbo a la escuela, para lo cual le pedía el favor a la señora Leyla -la conductora del transporte- que se detuviera en el kiosco de la señora Berta en el Bloque 2. Ese era el ejemplar a ser prestado, usado y maltratado, y que luego serviría como alfombra en la puerta del baño o para darle otro uso. El segundo ejemplar lo compraba cuando regresaba al mediodía de la escuela, ése era para mi uso exclusivo y era el que finalmente guardaba cuidadosamente junto a una pila de periódicos que día a día iba creciendo.
Esta costumbre de comprar dos periódicos se convirtió prácticamente en una regla de vida, tanto así que cuando mamá o mi hermana Isbelia nos llevaban para la playa, -al pueblo de La Fundación o a Higuerote durante las vacaciones o un fin de semana-, adquirir el Meridiano era "un deber que cumplir". A como diera lugar necesitaba mantener la continuidad de mi colección, y salir de la ciudad no era una excusa para relajarme en materia informativa.
Pero lo frustrante de comprar en el interior de país un periódico editado en Caracas es que sólo llegaba la primera edición, y en consecuencia no estaba la información que yo buscaba. El motivo principal por el cual compraba Meridiano era para saber el resultado del béisbol, y como los juegos terminaban tarde, bien sea el local o el de las Grandes Ligas, el resultado no aparecía en la primera edición. En días de playa, debo admitir, yo le generaba cierta angustia a los familiares que me rodeaban por mi imperiosa "necesidad" de conseguir dicho diario y luego traerlo a casa impecable.
Con el pasar del tiempo la pila de periódicos siguió creciendo, así que tuve que abrir espacio en la parte superior del clóset para acomodarlos. Después vino lo inevitable, el espacio fue insuficiente para tanto papel, las maletas que estaban en el clóset ya estaban atiborradas de meridianos- y en el ínterin se generó otro problema, aparecieron los insectos cuyo nombre genérico no mencionaré. Así que un día resolví botar los periódicos a la basura.
Sin embargo, luego de tantos meses y dinero invertido no estaba muy dispuesto a deshacerme de los periódicos tan fácilmente. Así que antes de desprenderme de mis tesoros, se me ocurrió una idea menos drástica y que afinaría mis habilidades para la hemerografía. Tomé uno a uno y recorté lo que era de interés para mi. Imagínense lo que significó hojear y recortar casi 800 periódicos, eso me llevó semanas hacerlo, pero fue un buen momento para releer sobre eventos pasados y formar el hábito de la lectura.
Entre los recortes había una columna llamada "Fogonazos de las mayores", cuyo contenido eran tips del béisbol mayor. La columna era escrita por Alejandro Blanco Chataing desde New York (recién supe que era abuelo del popular locutor Luis Chataing). Muchos de esos recortes aún sobreviven, aunque la mayoría perdieron el interés que tenían 45 años atrás. Algunos los conservo por el mero hecho de ser viejos. Esta tendencia a guardar papel, es característico de un temperamento flemático como el mío, sin duda.
La cultura de letras que mi mamá modeló a sus hijos con su ejemplo como lectora de libros y periódicos, y que pretendió inculcarme amorosamente con la compra de la colección de Ariel Juvenil, se terminó de moldear realmente con el periódico Meridiano.
En todo caso, el resultado de esta influencia es que donde esté tengo que leer así sea una valla, la señalización en una calle, el nombre de una tienda o las instrucciones en un envase de champú; me acostumbré a no apartar la vista de las letra, ya sea en el baño, en el metro, en el bus.
Pienso que mi mamá aplicó el viejo proverbio de Salomón que dice: "Enseña al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él".
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